Un año “agotador”. Y difícil. Los sondeos de hoy dicen que el canciller Olaf Scholz, que alcanzó su primer objetivo al frente de la coalición “semáforo” (rojo-socialdemócrata, amarillo-liberal y verde), ya ha perdido seis puntos de consenso con su partido (era del 20%). Es culpa de esta maldita guerra, por supuesto, que terminó escribiéndole la agenda, pero también de algunas incertidumbres que no escaparon a los alemanes (los tres partidos habían alcanzado el 52% y hoy, según las intenciones de voto, serían el 44,5%).
En primer lugar, las incertidumbres sobre el envío de armas a Ucrania: comprensible en momentos difíciles para una nueva estrategia de abastecimiento energético tras el abandono del proyecto Nord Stream 2, pero ciertamente demasiado prolongadas. Y en el ejército gastó cien mil millones de euros para mejorarlo.
Scholz también es acusado de no haber aclarado completamente la relación de Alemania con China, que ha invertido mucho en el puerto de Hamburgo, y tampoco el de Europa, ya que desde varios países se han criticado las actitudes alemanas sobre las ayudas – doscientos mil millones – para aliviar la crisis y apoyar la economía alemana. “Vayan solos, así no se hace”, subrayaron los socios europeos, enfadados por esta fuga hacia adelante. Incluso el histórico pacto París-Berlín cruje, la relación está en mínimos históricos.
El canciller se ha desentendido mejor sobre la reforma de Hartz IV que introduce el equivalente de una renta de ciudad, el Bürgergeld, a partir del próximo mes, sobre el aumento del salario mínimo a 12 euros y de los subsidios familiares, y sobre la “promoción” de las energías renovables.