Ha sido la madre de la nueva Alemania, autoritaria y pragmática, pero como en cada sucesión se pierde algo en la calle, calidad y serenidad, y el país está dispuesto a ello. Angela Merkel se va y, para convencer a los alemanes, al menos por ahora, no podrán ser ni su heredero designado de la CDU, Armin Laschet, ni el socialdemócrata Olaf Scholz, los dos que las encuestas dan casi a los mismos números. Será un gran problema superar a Ángela con un Gobierno estable (que luego hará la parte del león, como siempre, por las decisiones de Europa). Los Grunen, los Verdes, siguen a distancia desordenados y en el juego de las alianzas podría ser decisivo el apoyo de los Liberales que se sitúan en algo más del diez por ciento.
Tampoco en el año 2000 nadie apostaba por Ángela: una mujer y luego después de los escándalos de Helmut Kohl. Pero Merkel rápidamente dictó ley, con las reformas sociales, las “invenciones” sobre el medio ambiente como la del bloqueo nuclear, los matrimonios homosexuales, demostrando ser firme en las decisiones – como gusta a los alemanes – pero moviéndose desamasiado políticamente para ser definida una conservadora.
Ha sido un buen guía, y honesto, por el bien del país. Y nos enseñó mucho sobre los inmigrantes: “Un país que cierra las puertas a los necesitados no es mi país”, repitió. Ya valen estas pocas notas para comprender por qué Alemania manda: hoy todos saben pero que una época se ha cerrado y mucho podría cambiar. Sesenta millones de votantes tendrán que decidir cuáles serán, aparte de la lucha contra el cambio climático, los temas del futuro.