Los números se disparan en las pantallas de televisión como si tuvieran vida propia. Cien mil casos al día en Gran Bretaña, sesenta mil aquí, la variante Omicrón nos obliga a pasar las Fiestas en casa y, en caso de que se quiera salir, a cubrir las caras con máscaras. Médicos, ministros, científicos, estudiosos, los inevitables, después de dos años, apasionados de la materia que todo lo saben, intentan dar una explicación a esos números discutiendo en los salones de televisión de nada, de aire puro, porque, se ve también en las expresiones, no saben y, sobre todo, no pueden predecir el futuro. Para eso ya tenemos el cotilleo de Telecinco.
Se ha hecho una cuestión terriblemente seria esta de las variantes: ¿es verdad que se muere menos? ¿Y que los síntomas son diferentes de los producidos por la capostitipe de los virus? ¿Y que sólo hay que cerrar todo para que se atenúen esas cifras y se pueda tener un mes de semi-libertad para luego volver a nuestras habitaciones víctimas de otra variante? ¿Es verdad que esta vez el virus viaja con una velocidad de F1? ¿Y que también afecta a los vacunados, un cuarto del total de infectados? ¿Y por qué debería afectar a los vacunados? Quiero decir, estamos en un caos total.
Mientras que la mayoría de los Estados planean terminar la tercera vacunación en primavera, Israel ya está en la cuarta. Tendremos que acostumbrarnos, es posible, a pincharnos cada cuatro o cinco meses y a vivir en estado de alarma. Desde Alemania, el Ministro de Sanidad, Karl Lauterbach, nos informa que ya han comprado a Biontech 80 millones de dosis actualizadas contra Omicrón. Los alemanes siempre van por delante y los otros por detrás.
Desde Italia un inmunólogo, Sergio Abrignani, hace saber que sólo con la obligación de vacunar tenemos la esperanza de salirnos. Mientras tanto, Felices Fiestas a todos. ¿No lo esperaban? Yo tampoco, pero ahora hemos comprendido cuánto dura el espectáculo: es más largo que “Lo que el viento se llevó”.