“En esa pequeñez está Dios. La pequeñez es el camino que eligió para llegar a nosotros, para tocarnos el corazón, para salvarnos y reconducirnos hacia lo que es realmente importante… Él, que ha hecho el sol, necesita ser arropado. La ternura en persona necesita ser mimada. El amor infinito tiene un corazón minúsculo, que emite ligeros latidos. La Palabra eterna es infante, es decir, incapaz de hablar. El Pan de Vida debe ser alimentado. El creador del mundo no tiene hogar. Hoy todo se invierte: Dios viene al mundo pequeño. Su grandeza se ofrece en la pequeñez”.
En la noche de Navidad el Papa recordó lo importante que es la humildad (como había hecho con la Curia romana el día anterior) y la atención fundamental a los más débiles, entre ellos los trabajadores: “Esta noche, Dios viene a colmar de dignidad la dureza del trabajo. Nos recuerda qué importante es dar dignidad al hombre con el trabajo, pero también dar dignidad al trabajo del hombre, porque el hombre es señor y no esclavo del trabajo. En el día de la Vida repitamos: ¡No más muertes en el trabajo! Y esforcémonos por lograrlo”.
“Estamos aquí y yo primero para aprender a arrodillarnos y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia”. Con humildad y sin “armaduras” en su vida: en el tradicional discurso a la Curia romana se inspiró en la historia del sirio Naaman, general del ejército arameo que tiene gloria y honores pero ocultaba el hecho de ser leproso. “Naaman comprende una verdad fundamental: no se puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, un papel, un reconocimiento social”. Y la humildad llega cuando el general encuentra al profeta Elíseo, que le dice simplemente que se bañe siete veces en el río Jordán, lo que Naaman considera “demasiado banal, demasiado simple, demasiado accesible”.
Al final lo hará y habrá dejado a parte la armadura que ocultaba su drama. Descubrió su propia humanidad. “¿De qué sirve ganar el mundo entero si te pierdes a ti mismo?”. No hay que olvidar la propia esencia, destacó el Papa, “Nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha diaria, de vida consumida en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es sudor de nuestra frente”.
El humilde, a diferencia del soberbio, “vive constantemente guiado por dos verbos: recordar y generar y así vive la alegre apertura de la fecundidad. Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a reencontrar la justa relación con las raíces y con las ramas; sin ellas estamos enfermos y destinados a desaparecer”. Y dirigido a los miembros de la Curia: “Debemos ser los primeros en comprometernos a una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, debemos ser los primeros en tratar de vivir con transparencia, sin favoritismos ni grupos de influencia… La actitud de servicio nos pide la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios y sin humildad esto no es posible”.
“He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos este don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, al menos podemos empezar a desearlo. Y el deseo es ya el Espíritu que actúa en cada uno de nosotros”.