“Yo tengo que ir primero a Moscú… aunque temo que Putin no pueda y quiera hacer este encuentro en este momento”. El Papa, como es en su estilo, fue directo al grano. Para detener la guerra hace falta un acto de valentía, clamoroso, como el de encontrar a quien no se quiere ni ver. El teléfono del presidente ruso está desconectado y tememos por mucho tiempo más.
De “hacer cesar el fuego de las armas” el Pontífice intentó hablar también con el jefe de la Iglesia ortodoxa, Kirill, pero “en los cuarenta minutos en que hablé con él, veinte me leyó, con una carta en la mano, todas las justificaciones a la guerra”. “No puede convertirse en el monaguillo de Putin”.
Quien lo ha entrevistado no ha preguntado si, como parece cada día más claro para muchos, esta es una guerra de religión. Rusia, o más bien la Unión Soviética, que todavía está en la cabeza de Putin, contra los infieles. El Papa Francisco nunca ha tenido dudas sobre quién es el agresor y quién lo agredió y sobre las raíces de la guerra ha dicho que quizás fue “el ladrido de la OTAN a la puerta de Rusia”, “una ira quizás no provocada, pero facilitada”. Y aquí terminan las “justificaciones”.
La verdadera razón del conflicto es “que en esa tierra se están probando las armas. Los rusos ahora saben que los tanques son de poca utilidad y están pensando en otras cosas. Las guerras se hacen para esto: para probar las armas que hemos producido”. La valentía del Pontífice se aferra también a una esperanza “pesimista”, es decir, el encuentro con el presidente húngaro de hace pocos días cuando Orban le dijo “que el 9 de mayo todo terminará”. Casi imposible. Pero ahora entendemos también por qué el Papa Francisco no fue a Kiev: porque quiere ir a Moscú. Directo al grano.