Chipre, con sus tensiones y divisiones, es el espejo de una Europa atemorizada. Es allí, donde surgen muros como el que divide la isla, la mitad dirigida a Europa, miembro de la Unión, y la mitad turca, a la que el Papa Francisco quiere ir: a sanar heridas y odios. Lo espera el patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa: “La Iglesia de Chipre es una realidad multicultural, creativa y coloreada” pero “esta tierra está separada por un muro que la atraviesa y por esta herida. No debemos hacernos ilusiones, el camino de la reunificación es largo, las divisiones son profundas y requieren tiempo. La reconciliación es una visión de largo alcance que invoca valentía y una fe convencida”.
Una Iglesia, la de Chipre, que “se arremanga y se pone a trabajar”, explica Pizzaballa, precisamente como quiere el Papa Francisco, que a menudo ha hablado de una Iglesia que sea “un hospital de campo”. “Este rostro de Iglesia – afirmó el Pontífice en su visita – refleja el papel de Chipre en el continente europeo: una tierra de campos dorados, una isla acariciada por las olas del mar, pero sobre todo una historia que está entrelazada de pueblos y mosaico de encuentros”.
Chipre es también tierra de migraciones (“debemos pensar en los migrantes como parte integrante y resucitada de la vida, las migraciones no son un hecho temporal” añade el patriarca). Sólo el año pasado Caritas ha asistido a casi cuatro mil familias procedentes de 66 países diferentes. “Todo lo que sucede en este mar será determinante para el Viejo Continente. Pienso en la cuestión energética, en el encuentro entre Oriente y Occidente con todas sus implicaciones, en los migrantes de Oriente Medio y de África, todas las situaciones que aquí se asoman de manera aguda”. En febrero los obispos del Mediterráneo se reunirán, presentes también las correspondientes instituciones, en Florencia.
