El ataque de ayer al Parlamento brasileño dejó en el aire una tensión altísima y planteó al mundo serios interrogantes sobre la resistencia de la democracia carioca. Los partidarios del ex presidente Jair Bolsonaro, que nunca aceptaron haber sido derrotados en las urnas por Inacio Lula da Silva, asaltaron el Parlamento y las instituciones en Brasilia.
Eran 15.000 y el espíritu no era exactamente el de una excursión. Como en el ataque a Capitol Hill en Washington por los ultras de Donald Trump, los insurgentes fueron reprimidos por la policía (1500 detenciones). El ex presidente Bolsonaro también se ha distanciado (aunque desde el día de las elecciones nunca ha felicitado a su sucesor, como es habitual): “Las manifestaciones pacíficas, según la ley, forman parte de la democracia. Los saqueos e invasiones de edificios públicos como los de hoy, así como los practicados por la izquierda en 2013 y 2017, son ilegales”.
Un ataque “vándalo y fascista”, comentó Lula. Cuando los manifestantes, vestidos con banderas carioca, rompieron los cordones de seguridad y subieron al techo del Parlamento, se temió lo peor.
