“Estamos al borde de un conflicto armado” declaraba, hace apenas una semana, la primera ministra serbia Ana Brnabic. La situación se ha precipitado. En la frontera con Kosovo, para “defender” a las minorías serbias en el país, están desplegados desde ayer soldados y blindados.
Entre Belgrado y Pristina, después de la guerra de hace treinta años en la antigua Yugoslavia, nunca ha habido buena sangre. Kosovo, reconocido como Estado por Estados Unidos y gran parte de los países europeos, es en gran parte de etnia albanesa, pero con enclaves serbios, que desde hace tres semanas protestan por la detención injustificada de sus compatriotas por parte de los kosovares.
En caso de intervención de las autoridades (Kosovo se ha dirigido a la OTAN) o de enfrentamientos, Belgrado – que no quiere el reconocimiento internacional de Kosovo y pretende crear “municipalidades” serbias en el otro Estado – intervendrá, llevando así al centro de Europa otro peligrosísimo conflicto.
Ya desde hace más de un mes los dos países han comenzado a discutir por la prohibición a los serbios que viven en Kosovo (150.000 en total) de utilizar sus matrículas. En respuesta, la policía, los funcionarios y los jueces serbios que trabajan en las administraciones kosovares han dimitido. La víspera de Navidad en Zubin Potok, uno de los municipios de mayoría serbia, habría habido los primeros disparos.
Detrás de esta escalada podrían estar también las presiones de Moscú, histórico aliado de Serbia, que quisiera abrir un “frente cálido” en Europa también para desviar las atenciones de la guerra con Ucrania.