A cada uno de los países que forman parte de la Unión Europea corresponde, aproximadamente cada 15 años, la presidencia. Todo bajo control – al menos para los estándares de Bruselas – cuando en la cumbre suben italianos, alemanes o franceses. Pero dentro de un año le tocará a Hungría, que con la UE no tiene relaciones precisamente cordiales. Y entonces estalla el alboroto (anunciado).
El Parlamento Europeo aprobó una resolución (442 votos a favor, la derecha italiana en contra) por la que el país húngaro no podrá sentarse en el escaño más alto. Temas de poca simpatía y disputas acaloradas sobre derechos y fondos bloqueados para Budapest. Pero la cuestión es más compleja porque el máximo órgano de la UE, para ratificar su decisión, está pensando en soluciones que no existen: dividir el semestre húngaro entre la presidencia anterior, la belga, y la siguiente, la polaca (país que podría recibir el mismo trato) o pedir ayuda al Consejo Europeo (que debería decidir por unanimidad).
Un buen revoltijo donde el hábil primer ministro húngaro, Viktor Orbán, buscará sus conveniencias a nivel político. En efecto, Europa es rehén de su democracia formal. Abundan las opiniones. “Tengo mis dudas de que Hungría pueda dirigir la Presidencia del Consejo de forma positiva”, dijo la ministra alemana de Asuntos Europeos, Anna Lührmann. “Esperamos neutralidad e imparcialidad de su parte”, dijo la ministra francesa de Asuntos Europeos, Laurence Boone. No saben cómo hacerlo.