“Luego vinieron juntos la niebla y la nieve; se hizo/ un frío terrible: bloques de hielo, tan altos como/ el árbol de la nave, flotando en él,/ verdes como esmeralda”. Había un andaluz entre los 24 de la tripulación a bordo del pesquero español Villa de Pitanxo. Fue a morir lejos, al sureste de la isla de Terranova, en Canadá, como mucha gente nacida aquí, que eligió compañero de viaje, por trabajo y deber, la lejanía y la inevitable soledad ligada al recuerdo. Hay andaluces por todas partes, en los barrios de todas las ciudades del mundo, en los barcos de pesca, en las fiestas y, por desgracia, también en las tragedias.
Irse para siempre a miles de kilómetros, con el último sueño en los ojos de ver su soleada tierra: “Cerré los párpados, y los mantuve cerrados;/ y las pupilas golpeaban como muñecas;/ porque el mar y el cielo, el cielo y el mar,/ pesaban abrumadores sobre mis cansados ojos;/ y a mis pies estaban los muertos”. Nos lo contaba Coleridge en “La balada del viejo marinero”, pero esta vez no hay que descontar el pecado de la culpa eterna por la muerte, con un tiro de ballesta, de un pájaro marino, del albatros que se había posado en el barco como portador de buena suerte.
Sólo el incomprensible destino llega a tiempo. El hombre que partió de Huelva para embarcarse en Marín, en la provincia de Pontevedra, es otro símbolo de los muchos que han llevado la generosidad andaluza a todos los rincones del planeta, y también el canto trágico y el sufrimiento. Para él la suerte quiso que no hubiera un puerto cercano donde salvarse, como sucedió a principios de siglo a los marineros alemanes que rasgaron la fragata en los acantilados de Málaga, no había compatriotas para salvar la vida de quien naufraga. El destino del viejo marinero, recuerda Coleridge, es nunca olvidar.