El profeta de la “frontera americana”, así lo rebautizaron los críticos cuando apareció en 1992 el arrollador “Caballos salvajes”, murió a los 89 años en su casa de Santa Fe, en Nuevo México. Outsider de la literatura más auténtica, narrador de un universo despiadado y sin futuro, cantor de aquella América hecha de polvo y soledad, Cormac McCarthy fue uno de los más grandes escritores de este siglo, al igual que, por citar a algunos de sus compatriotas, de Philip Roth y Thomas Pynchon, o, para ir más lejos, a Ernest Hemingway o William Faulkner, maestros a los que se parecía más.
Su mundo sórdido, violento, lleno de miseria y horror, dirigido inexorablemente a escenarios apocalípticos pero quizás con una posibilidad de rescate y la esperanza de salirse con la suya, unido a su escritura esencial y aparentemente no cuidada, hicieron de Mc Carthy, especialmente después de las salidas de “No es un pueblo para viejos” y de “La Strada” (ganador del Pulitzer) un autor de culto.
Pocos han sabido describir el destino trágico e ineludible de la existencia de cada uno, la lucha por la supervivencia, las bajezas humanas y la posibilidad de redención. En este y en los ambientes sombríos sus personajes parecen sacados de una película de Clint Eastwood, pero más al extremo. Los dos últimos libros son “El pasajero”, recién salido, y “Stella Maris”. Nacido en Irlanda, Mc Carthy, aparte de un breve paréntesis en Europa, siempre ha vivido entre Tennessee y Texas, primero El Paso luego Santa Fe.