Es como cuando el avión despega, cuando todas las cosas que acabamos de dejar ahí abajo, en el mundo que hemos vivido hasta un minuto antes, parecen pequeñas e insignificantes. Nos sentimos ligeros: como este Sevilla de campeones que hacen las cosas más difíciles con naturalidad y sin esfuerzo. Pero cuidado, “quien vuela alto siempre está solo”, como decía Rudolf Nureyev. Y a esta soledad debe acostumbrarse el equipo de Lopetegui, que se ha hecho grande día tras día.
Ha criado a sus jugadores ahora fenomenales: de Bono, que no ha tenido goles en un siglo, a Diego Carlos que lo protege y luego va a marcar saltando por encima de las estrellas, de Jordan (¿cuánto vale ya?) a Oliver Torres (que va a valer mucho de aquí a poco), reyes del centro campo, y Suso y Munir disfrutando poniendo espinas en el flanco de la defensa oponente, hasta De Jong que deja de ser un patito para hacerse cisne. La admiración que han expresado a plena voz los adversarios de Osasuna hace el resto.
Como se ha hecho hasta ahora, hay que seguir viviendo con ligereza y sin imponerse metas. Terceros en la clasificación, con el doble partido con el Barca a las puertas (el primero en la casa, el segundo en Cataluña pero con dos goles de ventaja para la final de la Copa del Rey), una hazaña imposible pero posible en Alemania contra el Dortmund, todo cuadra, todo es felicidad. El Sevilla está honrando con su juego (y sus extraordinarios resultados) el juego del fútbol, pero es un juego y debe seguir siéndolo. Con esta mentalidad se puede viajar hasta las estrellas. Sin esfuerzo.